Un abrazo es un poema de
amor escrito en la piel que te rompe todos los miedos y que aísla todos los
pesares. Puede parecer un pequeño gesto (incluso a veces comprometido), pero en
cualquier caso tiene un gran poder curativo a nivel emocional.
Generalmente un abrazo nos
sirve para reafirmar nuestros sentimientos y alimentar nuestras relaciones,
haciendo que nos sintamos queridos y amados en nuestro espacio más vital a la
vez que cultivamos nuestra capacidad de salir a flote y de vencer cada día nuestro
vértigo.
Y es que amar y ser amado es lo más hermoso que nos
puede suceder. Para tener esta certeza basta con que nos planteemos cómo lo que
sentimos a través de un abrazo nos abre un abanico de emociones dulcemente
cegadoras.
Hay abrazos que nos
recomponen
Hay abrazos que tienen la
capacidad de ensamblar todas nuestras partes rotas, aquellas que un día se
rompieron cuando los acontecimientos nos resquebrajaron y anularon nuestra
alma. Y es que no volvemos a ser los mismos cuando nos toca decir adiós, ya sea
a otra persona o a una parte de nosotros mismos.
Tras las despedidas y las
rupturas nos toca reencontrarnos, perfilar de nuevo nuestras prioridades,
revivir una parte que queda muerta y enhebrar de nuevo las agujas que nos
conduzcan por el camino del “hilo rojo de nuestro destino”.
Por eso cuando nuestro
castillo se ha derrumbado y nuestra vida se desmorona, los abrazos componen
melodías que nos muestran que todo está bien y que el mundo permanecerá en
calma si dejamos que las notas del amor se conviertan en abrazos dulces
rellenos de instantes de silencio.
Los abrazos son
momentos que nos invitan a ser parte de un sueño cumplido
Los abrazos se conforman
como instantes en los que la felicidad nos encuentra en forma de persona, de
calor reconfortante. Porque un abrazo en ocasiones es mucho más importante que
las palabras, pues tiene la capacidad de rejuvenecer nuestros sueños y nuestra
motivación por la vida.
Los poemas de los que
hablamos que no se escriben directamente en la piel, sino que se tatúan por
dentro con la tinta de todas esas hormonas que fortalecen nuestros vínculos,
que hacen que nuestro corazón bombee sangre, que nos llenan de pureza, de amor
y de confort.
Y más cuando estamos sometidos a mucho estrés o las
dificultades de la vida están apocando nuestras ganas y las fuerzas que
necesitamos para comernos el mundo y llenar nuestros días de esbozos de
felicidad.
Las dosis de cariño,
la causa de nuestra adicción
El bienestar que sentimos
cuando somos “víctimas” de un abrazo hace que siempre queramos más y que los
esperemos ver llegar en aquellos momentos en los que más los necesitamos. O
sea, drogarnos, meternos un chute mágico de vida y de cariño que nos haga
dibujar más allá de la incertidumbre y del sufrimiento una ventana a través de
la que podamos tomar aire fresco y revitalizar el cuerpo y la mente.
Y es que hay gente y gente,
pero luego están nuestras PERSONAS. Así, en mayúsculas. Esas que siempre serán
sinónimo de hogar, que abren sus botiquines en cuanto anticipan la herida, que
sacan gasas y tiritas por doquier y que no escatiman en calmantes.
Por eso admiramos tanto nuestra capacidad de dar
abrazos, porque es una manera increíble de conectarnos, de aunar fuerzas para
ganar cualquier batalla y de ayudarnos a sobrellevar lo que viene.
Porque los abrazos cuando
son sinceros marcan algo más que sentimientos temporales. Ellos recomponen y
sanan heridas de por vida, desdibujan el frío y condensan el calor del amor que
hay entre dos personas que se quieren y que siempre estarán dispuestas a
adherir sus corazones y a sujetarse ante la vida.
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